Cuando La Derecha Colombiana Pide Auxilio al Imperio.
Desde el primer día en que Gustavo Petro llegó a la Presidencia de Colombia, quedó claro que no iba a gobernar en paz. No porque hubiera cometido errores graves o escándalos estructurales, sino porque su sola existencia en el poder representó una amenaza directa a los intereses históricos de una élite política, mediática y empresarial que durante décadas se acostumbró a mandar sin rendir cuentas.
La reacción fue inmediata y coordinada. Una guerra constante, diaria, obsesiva. Ataques desde los grandes medios, columnas cargadas de odio, titulares diseñados para erosionar la confianza pública y, cuando eso no bastó, el recurso más bajo: inventar historias, chismes y rumores que involucraran a su familia, a su pasado y a su entorno más cercano. Todo valía. Todo servía, siempre que el objetivo fuera el mismo: desestabilizar.
Sin embargo, la estrategia fracasó.
Lejos de desplomarse, la imagen de Petro resistió. Más aún: su proyecto político logró consolidarse y, para horror de sus adversarios, hoy incluso se perfila una continuidad con figuras como Iván Cepeda, que aparecen fuertes en las encuestas presidenciales. Para la derecha tradicional, esto fue un golpe duro. No solo no lograron tumbar al presidente, sino que tampoco lograron frenar el respaldo popular a un modelo distinto al que ellos han defendido durante años.
Y cuando el poder local no alcanza, algunos optan por mirar hacia afuera.
Ante el evidente desgaste de sus ataques internos, sectores de la derecha colombiana decidieron cruzar una línea peligrosa: buscar respaldo en el exterior. Más específicamente, en los Estados Unidos. En Donald Trump. En el mismo poder que históricamente ha intervenido, directa o indirectamente, en los asuntos políticos de América Latina.
El mensaje implícito es alarmante: si no podemos derrotarlo en las urnas ni en la opinión pública, pidamos ayuda al imperio.
Esta actitud no solo es antidemocrática, es profundamente antipatriótica. No se trata de una diferencia ideológica legítima, sino de una disposición abierta a sacrificar la soberanía nacional con tal de recuperar privilegios perdidos. Cipayos modernos, disfrazados de defensores de la institucionalidad, que no dudan en llamar a actores extranjeros para que metan mano en la política colombiana.
Todo esto ocurre, además, en un contexto que desmiente el relato del “país al borde del abismo” que tanto repiten los mismos de siempre.
A pesar del ruido mediático, Colombia ha mostrado indicadores económicos que la ubican entre las economías con mejor desempeño reciente dentro del bloque de la OCDE. Crecimiento sostenido, reducción del desempleo, estabilidad macroeconómica y fortalecimiento de sectores clave han permitido que el país se posicione entre los primeros lugares del grupo en varios indicadores de desempeño económico. Datos que rara vez ocupan titulares, porque no encajan en la narrativa del desastre que algunos necesitan vender.
Pero esa es otra constante de esta historia: cuando los hechos no favorecen el relato, se ignoran.
Lo que estamos presenciando no es una preocupación genuina por la democracia, sino un intento desesperado por recuperarla solo cuando conviene a ciertos intereses. Una democracia aceptable únicamente si gobiernan los de siempre. Y si no, entonces que intervenga alguien más poderoso.
Colombia no necesita salvadores externos. No necesita tutelajes ni padrinos internacionales. Necesita debates honestos, oposición responsable y respeto por la voluntad popular. Todo lo demás es miedo. Miedo a perder el control. Miedo a que el país, por primera vez en mucho tiempo, empiece a decidir por sí mismo.
Y eso, para algunos, es imperdonable.

Comentarios
Publicar un comentario